La muerte ajena
Este mes leemos:
La muerte ajena de Claudia Piñeiro
Editorial: Editorial Alfaguara
Por qué hemos elegido este libro
– Porque ya se ha vuelto un tipo de tradición que el mes de febrero, coincidiendo con la Barcelona Negra leemos una novela que puede ser considerada “negra” o “thriller” pero que aporte valores añadidos al hecho de conseguir resolver el enigma que presenta y este libro es un excelente ejemplo.
– Porque nos gusta como Claudia Piñeiro es capaz de incorporar los temas de más marcada actualidad como parte integrante de su ficción. Y en esta novela lo hace de una manera absolutamente contundente.
– Porque aborda varios temas que nos tienen que hacer reflexionar sobre las relaciones de poder, la corrupción política y la hipocresía.
– Porque además de todo esto, la autora ha conseguido un ejercicio de estilo impresionante con su juegos de narradores y perspectivas. Pura literatura.
– Porque también plantea un tema de vital importancia en los tiempos que vivimos: ¿Dónde está la verdad? ¿Cuál es la verdad? O todavía más terrible: ¿existe “la” verdad?
Para saber más:
Una cata...
Capítulo 1
Amanece, siempre amanece. Tal vez, por esa razón, Verónica Balda no presiente el abismo. Abismo o bisagra o sismo o cataclismo, cualquiera de esas palabras, aunque no son equivalentes, podrían describir lo que le espera. Sismo, elijamos sismo. O terremoto, con sus cuatro sílabas contundentes. Terremoto. Ella no sabe, no hay inquietud, no hay dolor en la boca de su estómago, ni siquiera cosquilleo. No hay instinto premonitorio: ese que hace que hormigas, ratas y otros animales abandonen el territorio que será devastado, mientras los humanos siguen de fiesta sin advertir nada, sin oler en el aire la catástrofe, sin el saber de otras especies. Sólo sueño como cada mañana; sueño es lo único que ella siente, por ahora. ¿Por qué habría de sospechar algo inusual si el mecanismo del universo se repite y el sol se presenta por la mañana? Su vida antes y después del terremoto.
Siempre creyó que a cada persona el destino le tiene reservado uno o dos en la vida. Ni más, ni menos. Más sería un exceso. Menos, un tedio. Y a ella no sólo la había abandonado su padre en la adolescencia, sino que un cáncer fulminante se había llevado a su madre, un tiempo después, cuando Verónica tenía apenas veintitrés años. Dos terremotos. Así que, en esta mañana, en la que amanece como cada día, su cuota de catástrofes personales se encuentra cubierta. Y en cuanto al tedio, aburrida no está. O sí, pero no es consciente. Para más confusión, si cabía alguna posibilidad de advertir el peligro, esa posibilidad se termina de esfumar cuando los rayos de sol empiezan a tomar altura y rebotan contra los últimos pisos de los edificios más altos de la ciudad, del otro lado del parque. Esa luminosidad, Verónica cree, le promete un día perfecto.
¿Será? Será, se pregunta y responde en un mismo acto.
Ilusa Verónica.
Buenos Aires, la ciudad donde vive desde que nació, apenas parece enterada de que ya empezó el día para muchas de las personas que circulan por sus calles. O, al menos, el barrio dormido que ella transita. A esta hora, Palermo es un estanque quieto, casi inmóvil, silencioso; Verónica lo observa a través de la ventanilla del taxi que la lleva de su casa a la radio, mientras se toma unos minutos de relax antes de buscar en la cartera su teléfono para empezar a contestar mensajes. Sabe que ya tendrá varios. El de Analía Pastor, la productora del programa, anunciando las que se supone serán las noticias más importantes del día. El audio del dueño de la radio, Esteban Manrique, felicitándola por los últimos ratings que no sólo la posicionan como la periodista más escuchada en su franja horaria, sino de toda la programación de la emisora, lo que la hace merecedora de elogios y de envidias por partes iguales. El “buen día, amor” de Pablo, que se despierta irremediablemente unos minutos después de que Verónica deja la casa, se siente culpable por no haberse levantado para compartir el desayuno apurado que ella toma cada mañana, manda el mensaje que alivia esa culpa y sigue durmiendo.
Cinco años después de haber pasado del periodismo gráfico al radial, Verónica Balda aún se recrimina que, cuando dejó el diario, no sopesó a conciencia los pros y los contras de un cambio que, no lo niega, era necesario. Quince años en una redacción frenética, en una sección frenética —Política—, en un país frenético, en un medio con una frenética línea editorial —que a menudo ella no compartía— la hicieron cansarse y hasta desconfiar de aquello que la había entusiasmado en sus primeros tiempos de periodismo. Ni hablar del sueldo, cada vez más miserable y que de ningún modo compensaba con aquel premio Rey de España al periodismo que había ganado años atrás, y del que, por inseguridades propias y sospechas de otros, nunca terminó de sentirse enteramente dueña. Cómo no comprenderla. Sin embargo, la libertad que le da la radio, por lo menos esa radio para la que trabaja, no impide que cada mañana reniegue de ella, haciéndose reproches que pueden suponerse menores pero, a la vez, irrebatibles. En especial, y considerando su biorritmo, se maldice por no haberle dado la importancia debida al hecho desolador de tener que levantarse de madrugada, sin luz natural en casi todo el año, para sumergirse en una ciudad desierta y dormida. Verónica Balda no puede entender cómo no le otorgó el peso necesario a un detalle que hoy juzga determinante. A esta hora su humor no se enciende, el termostato no le funciona bien, siempre se abriga de más o de menos, desayuna a las corridas, si es que puede llamarse desayuno a beber un café que le quema la garganta y morder una barra de cereal ultraprocesada, de las que compra Pablo a pesar de que ella las detesta, o una porción de pizza fría, restos de la cena que le entusiasman más que la barra de cereal, aunque le caen peor.
Una sirena que aúlla, desenfrenada, la saca de sus pensamientos. No es que la asombre, ni siquiera tan temprano. La ciudad aturde con el ulular de sirenas a toda hora, algunas veces innecesariamente, cree; ella está cansada de batallar en su programa contra la contaminación sonora que a nadie parece importarle. Ni esa contaminación, ni ninguna otra cuando toca ciertos intereses. “Para gran parte de los oyentes lo ambiental no es prioridad, por más que esté de moda; para algunos, la causa ni siquiera entró en su radar”, le contestó su jefe en una reunión de producción general en la que Verónica propuso una serie de notas con un experto para hablar del asunto. Y por más que ella esté convencida de que no es así, sabe que insistir no la llevará a ninguna parte, porque no se trata de que Manrique esté equivocado o desinformado, sino de sus compromisos comerciales con empresas que compran publicidad en el programa. Money, money, money. La sirena que suena esta mañana en particular, además, es persistente y desacoplada; Verónica apuesta a que se trata de la de un camión de bomberos. Se equivoca, como cuando aceptó la promesa de que sería un lindo día. Lo sabrá muy pronto, porque el ulular se acerca y, antes de que el taxista pueda doblar en la avenida, tal como le permite la luz verde del semáforo, una ambulancia pasa a toda velocidad en sentido contrario. Detrás, un coche de policía; y detrás, otro. No era un camión de bomberos. Tampoco una sirena, sino tres, por eso el desacople.
(*) Podéis encontrar el libro en la EBiblio :
https://biblioteca.ebiblio.cat/info/la-muerte-ajena-00757732
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