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Los enamoramientos

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Este mes leemos:

Los enamoramientos de Javier Marías

Editorial:

Alfaguara (*)

¿Por qué hemos elegido este libro?

– Porque cada año intentamos acercarnos a una obra clásica en el sentido más amplio del término: aquellos libros que perdurarán en el tiempo y continuarán diciéndonos cosas aunque pase el tiempo. Esta novela, estamos convencidos, es uno de ellos.
-Porque Javier Marías es un importante autor europeo, posiblemente de los más considerados de finales de siglo y nunca nos habíamos acercado a su obra, teniéndola tan próxima.
-Porque la novela, como todas las del autor, aborda de una manera muy sutil muchos de los temas fundamentales por el hombre: el amor, la muerte, el destino, la culpa…
-Porque, sorprendentemente, es l´única obra de Marías la protagonista de la cual es una mujer y en una obra tan extensa sorprende y causa curiosidad. Se ha salido? No? hablamos?
-Porque, como es habitual en el autor, los personajes son a la vez próximos y extraños, nos sentimos capaces de entenderlos y, al mismo tiempo, tenemos una sensación de lejanía que nos lo hace inexplicables. Y esto resulta atractivo por un lector.
-Porque el autor es un artesano de la lengua y cada frase está escrita con precisión y rigor en la forma y en el fondo.
-Porque del Marías se ha hablado mucho de cómo se capaz de iniciar todas las novelas de una manera que obliga al lector a continuar, y esta no es una excepción. Solo hace falta que nos acercamos a las primeras líneas que transcribimos aquí mismo. Quién puede dejar de leer un libro que empieza así?
(*) Lo podéis encontrar también al EBiblio

Un tastet....

I
La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principio sabemos —desde que se nos mueren— que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (‘¿Me he dejado ahí las llaves del coche?’, ‘¿A qué hora salían hoy los niños?’), para nada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbres y eso está reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va a venir más, ni a decir más, ni a dar un paso ya nunca —para acercarse ni para apartarse—, ni a mirarnos, ni a desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos. No sé cómo nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo ya ha pasado y nos ha alejado de ellos, que se quedaron quietos.
Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él —no se me malentienda— sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizá en una superstición, aunque tampoco: no es que yo creyera que me iba a ir mal el día si no compartía con ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era sólo que lo iniciaba con el ánimo más bajo o con menos optimismo sin la visión que me ofrecían a diario, y que era la del mundo en orden, o si se prefiere en armonía. Bueno, la de un fragmento diminuto del mundo que contemplábamos muy pocos, como pasa con todo fragmento o vida, hasta la más pública o expuesta. No me gustaba encerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido era hacerlos sentirse incómodos o molestarlos. Y habría sido imperdonable ahuyentarlos, además de ir en perjuicio mío. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de su paisaje por las mañanas —una parte inadvertida—, antes de que se separaran hasta la siguiente comida, probablemente, que tal vez ya era la cena, muchos días. Aquel último en que su mujer y yo lo vimos, no pudieron cenar juntos. Ni tan siquiera almorzaron. Ella lo esperó veinte minutos sentada a una mesa de restaurante, extrañada pero sin temer nada, hasta que sonó el teléfono y se le acabó su mundo, y nunca más volvió a esperarlo.

Fecha:

29 de febrero de 2024
de 18:00 a 20:00 horas

Idioma:

Catalán

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Espacio donde se realiza:

Aulas 6 – 7

Esta actividad (gratuita) requiere inscripción previa:

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Más información en el Centro:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es