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A l’altra banda de la por

A l’altra banda de la por

A l’altra banda de la por

Este mes leemos:

A l’altra banda de la por​ de Marta Orriols

Editorial:

Editorial Proa

¿Por qué hemos elegido este libro?

Porque nos gusta la Marta Orriols por su manera de acercarse a las emociones humanas con sutilidad pero sin ningún sentimentalismo blando.
• Porque nos presenta un personaje, Joana, que es capaz de mostrarnos el que tiene de universal y de único todo ser humano. Sus preocupaciones han sido las nuestras, sus alegrías, las hemos vivido, sus miedos nos acompañan.
• Porque la novela nos muestra que los temas cotidianos, aparentemente sin importancia, que forman parte de la vida de todos nosotros, son, en definitiva, el sustrato de la literatura.
• Porque, como en sus obras anteriores, la escritora consigue hacernos creer que estamos leyendo una historia “sencilla” que, no obstante, esconde una arquitectura literaria muy compleja y llena de sorpresas.
• Porque tendremos la suerte de poder comentar la novela con la autora, puesto que la Marta Orriols nos acompañará en el próximo Club de lectura.

Una cata...

Lo habían encontrado descuartizado dentro de un contenedor. Las redes iban llenas. Decían que al cadáver le faltaban el jefe y las extremidades. El jefe. Se estremeció como si fuera un secreto solo suyo. Se expuso a imaginárselo por un momento. Al pensamiento, le llegaban a mares imágenes terribles que la obligaron a retirar muy lentamente la tasa de un café americano que todavía humeaba. Hizo deslizar el dedo por la pantalla para intentar llenarse los sentidos con cualquier otra información, la que fuera: propuestas culturales, hilos insalvables con opiniones que nadie pedía, política sin estrategia, resentimiento, llamadas de atención disfrazadas de queja lanzados desde la soledad de un dispositivo, deseos de buena suerte en el cambio de etapa de alguien que dejaba un diario después de haber trabajado diez años. Una estudiante había perdido el portátil con la tesina al autobús V15 de la línea de la Barceloneta y pedía entre los seguidores que la aplicación hiciera su magia. Era esto el que siempre la salvaba, que a pesar de las tribulaciones de esta demasiada incorpòria de la cual querría no sentirse parte, alguien, de vez en cuando, invocara rituales que requerían plena confianza en la humanidad. Procuró afinar en la idea del portátil perdido, estudiar a fondo la posibilidad de hacer correr el requerimiento entre sus seguidores para apartar la atención del cuerpo mutilado, pero topó de nuevo con los rumores no contrastados que minutos más tarde ya eran imparables: «Parla el hombre que ha encontrado el cadáver del Eixample: “Me pensaba que era un maniquí”».
Se puso la mano en el pecho con susto cuando el camarero hizo caer lo marro del café. Fueron los golpes del portafiltres contra el canto del cubo de la basura el que la asustó. Ya hacía años que no llevaba la alianza pero, en situaciones como aquella, todavía la buscaba instintivamente con el pulgar sobre la parte interna del dedo anular. Tendría pequeños sustos como aquel fines muy entrada la noche. Volviendo de comer, comentó el suceso con las compañeras de restauración. Algunas ya estaban al caso, las que no hicieron muecas de asco; con la reunión y la intensidad del trabajo se acabó olvidando. De vuelta a casa, durante el trayecto en autobús, pensó en el paisaje del Camino del Calvario de Hans van Wechelen y la necesidad de intervenirlo. Pensaban que el acusado aspecto amarillento podía tener origen en la oxidación de una gruesa capa de barniz que debían de haber aplicado sobre el aceite en alguna restauración antigua. Con la vista perdida, intentaba presupuestar el coste de las opciones que tenían para consolidar la policromía para que destacaran los tonos ocres del árbol que aparece en primer plan a la pintura del artista flamenco. Ella lo veía plausible. El día siguiente lo consensuaría con la coordinadora de la colección y, si Dirección también estaba de acuerdo, lo saldrían adelante. Dar luz verde a los proyectos del museo la satisfacía enormemente.
Distraída, observaba el cielo a través de las ventanas del autobús y, con una sensación resignada, se hizo a la idea de la ausencia de las señales inequívocas que solían marcar los cambios de estación no hacía tantos años: los dos impermeables amarillos de los niños, de cuando eran pequeños, comprados en aquel viaje en Suecia y que acostumbraban a estar colgados en el recibidor en aquella época del año, las tronadas y los aguaceros por la tarde a las postrimerías del verano, y el primer frío, que tampoco se dejaba sentir aquel atardecer todavía bochornoso. Después intentó recordar si el hijo grande le había dicho que vendría a casa saliente de la facultad, o si era aquella noche cuando tenía la cena con los amigos. Tendría que cocinar algo para el pequeño, de todos modos. Se obligó a pensar en comidas agradables. No tenía ganas de complicarse con recetas sofisticadas. Desde que solo cocinaba para ella y los niños, había ido arrinconando el rato a la cocina que tanto lo abstraía de todo el resto. Hacía tiempo había querido entender el hecho de aprender a cocinar como un acto de amor: rescatar el libro de recetas de la madre pocas semanas después de que traspasara, y buscar el tiempo y las habilidades para hacer resucitar sabores que lo acercaban a ella. Registrarla a la memoria a través del gusto, de los olores, de su caligrafía y los dibujos a los márgenes de la libreta. La recordaba siempre a la cocina. Si le hablabas mientras cocinaba, te miraba desde una distancia marcada por la consideración con aquello que tenía entre manos, y si Joana se hubiera podido ver a través de los ojos de alguien otro, habría encontrado que, encarada al mármol de la cocina, cogía la misma expresión concentrada que la mujer que lo había llevado al mundo. En el gesto sencillo de recogerse los cabellos, en el delantal que le otorgaba una categoría nueva, las mangas de la camisa respingonas, los anillos sobre la cafetera, junto a las pastillas de vitamina D. Trazas en su manera de hacer que respondían a un aprendizaje instintivo adquirido desde el deslumbramiento que le generaba la madre. A veces, cuando era a la cocina con la luz tenue, si transportaba la comida o trabajaba la harina, se arrepentía de no haberlo hecho antes, no me refiero a ponerse a cocinar, sino a haber compartido más tiempo con ellos. La conservación preventiva se encontraba al núcleo de su trabajo; hacía años que, entre otras muchas cosas, se encargaba de supervisar el entorno de las obras del museo para frenar su envejecimiento, para mantenerlas vivas. Era buena haciéndolo y, no obstante, sentía que con sus padres no había sabido detectar las señales. Se había dado cuenta demasiado tarde que su envejecimiento podía acelerarse hacia la enfermedad y hacia la muerte. Por qué no se las ingenió para cumplir algo más auténtica con los padres?

(*) Podéis encontrar el libro en la EBiblio: https://biblioteca.ebiblio.cat/results?limit=24&offset=0&query=allfields_txt:marta%20orriols&order=relevance:desc 

Fecha:

11 de diciembre a las 18:00 horas

Idioma:

Catalán

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Ponente:

Marta Orriols

Espacio donde se realiza:

pendiente

 

Esta actividad (gratuita) requiere inscripción previa:

Más información:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es

Club de lectura: Nubosidad Variable

Club de lectura: Nubosidad Variable

Nubosidad Variable

Este mes leemos:

Nubosidad Variable​ de Carmen Martín Gaite

Editorial:

Editorial Anagrama

Por qué hemos elegido este libro?

Porque este año se celebra el centenario de su nacimiento y nos gusta conmemorar al club de lectura estos cumpleaños de los autores que nos estimamos.
• Porque nos gusta, a lo largo del curso, leer alguna novela que podamos considerar perteneciente a los clásicos por no centrarnos solo en novedades y recordar también libros que no son novedades sino cimientos de nuestra cultura literaria.
• Porque Carmen Martín Gaite es una escritora con una exigencia literaria que se capaz de esconder bajo una aparente sencillez que nos gusta especialmente.
• Porque esta novela, publicada en 1992 nos habla de un tiempo que hemos vivido la mayoría de nosotros, que al mismo tiempo que está cerca resulta lejano si valoramos como y de qué manera ha cambiado la sociedad que nos rodea.
• Porque Carmen Martín Gaite fue una escritora que quiso explicar y explicarse la manera de ver el mundo de los varios modelos de mujeres que le eran contemporáneas.
• Porque la novela explora el mundo complejo y rico de la amistad de una forma profunda y al mismo tiempo aparentemente planera.

Una cata....

PROBLEMAS DE FONTANERÍA

Ayer, después de casi dos meses de tiempo inseguro y chaparrones intermitentes, que según parece han sido agua bendita para el campo, estalló por fin la primavera y la sentí bullendo provocativa a través de los cristales de la ventana. Fue la sombra fugaz de una paloma la que reveló, al desaparecer, ese raudal de luz que todo lo invadía con el asalto de su llamada, un tirón anacrónico hacia aventuras ya imposibles. Me acordé de que había soñado con Mariana León. Estábamos tumbadas en el campo mirando las nubes; antes habían pasado otras muchas cosas no tan placenteras, creo que me perseguían porque estaba implicada en un atentado, y es posible que allí encima de la hierba se lo estuviera contando a Mariana, aunque no estoy segura, ni tampoco de que ella viniera conmigo cuando lo de la persecución. De los sueños aterriza uno con la cabeza tonta y siempre se han perdido cosas fundamentales. La luz que entraba por la ventana, aunque parecida a la del sueño, solamente consiguió hallar eco en la arritmia de mi respiración, como un aleteo de mariposas agonizantes.
Eduardo ya se había levantado. Sin apartar los ojos de la ventana, estuve un rato inmóvil oyendo el ruido de la ducha, que venía a aumentar mi desazón colándose por la puerta del cuarto de baño.
Odio ese cuarto de baño, aunque haya quedado precioso. El otoño pasado nos gastamos tres millones en reformarlo por todo lo alto, aprovechando para la ampliación el antiguo dormitorio de Lorenzo que se convirtió en un vestidor con pared de espejo. «Mejor dejarlo muy bien, porque la casa se revaloriza, caso de venderla —dijo Eduardo, que desde hace algún tiempo no habla más que de dinero—, ¿tú sabes lo que se paga ahora el metro cuadrado en esta zona?». Bueno, al fin y al cabo había que decidirse a levantar todas las cañerías y sustituirlas por otras de cobre para que se acabaran de una vez los conflictos con los vecinos del séptimo, ésa ya me pareció una razón de más peso. Durante años han estado subiendo a protestar por las manchas de humedad que brotaban esporádicamente en el techo de su vivienda y a exigirnos diagnóstico y remedio para lo que acabó revelándose como incurable epidemia. Los síntomas del mal, aquellas marcas imprevisibles en el piso de abajo, iban pautando —me doy cuenta ahora— el proceso correlativo de mi propia erosión, el deterioro del entusiasmo, de las ilusiones, de mi fuerza de voluntad y de mis capacidades más que discutibles como madre y esposa.
Cuando Eduardo empezó a ganar más dinero y nos mudamos a esta casa, nuestros hijos eran pequeños —Encarna nueve años, Lorenzo ocho y Amelia dos, creo— y a los vecinos del séptimo les pusieron de mote «la familia del burro flautista» porque el chico mayor se pasaba las horas muertas tocando el clarinete en su cuarto. Se le veía por la ventana del patio, aplicándose a su tarea con gesto ceñudo, sin que pueda decirse que escucharle fuera un transporte para los sentidos. Tampoco daba la impresión de que sus padres hubieran descubierto la pólvora, eran bastante protervos, y dejando aparte las enojosas cuestiones de fontanería que nos obligaban a relacionarnos con ellos, nunca había existido entre nosotros el menor asomo de cordialidad. Para mí su existencia era un tormento. Cada vez que llamaban a la puerta y se presentaba la señora del pelo teñido y los labios finos, que a duras penas encubrían el reproche bajo una sonrisa cortés, me veía asaltada por esa sensación alevosa e inconfundible que desde niña se me viene encima cuando menos lo espero como un nubarrón sobre mi alegría: la necesidad de justificarme ante otro de culpas que no recuerdo haber cometido.
—Pero ¿otra vez? No puede ser, señora Acosta, si hace cinco meses vino el fontanero, acuérdese, y se les pagó a ustedes la cuenta de los pintores. Si precisamente…
—Entonces, ¿qué me quiere decir?, ¿que lo estoy inventando? Baje conmigo y se convencerá.
Bajaba, precedida por ella, los veintiún peldaños de mármol que separan nuestras viviendas. Solía ser un trayecto silencioso. El hall lo tenían empapelado en dorado con relieves de inspiración marinera, y todo lo que se veía a través de las puertas, conforme avanzábamos por el pasillo, rezumaba la misma ostentación fría y de mal gusto, que ya llegaba al colmo en la alcoba matrimonial, toda rasos y muebles pompeyanos, por la que había que cruzar sin remedio para llegar a la meta de la discordia.
Aquellas visitas de exploración a la casa de abajo, rematadas por la consiguiente decisión de volver a llamar a un fontanero, me dejaban un rastro de inquietud que tardaba en cicatrizar, porque se sabía que la herida volvería a abrirse por otra parte el día menos pensado. Las manchas de humedad, de cuya irrupción me veía obligada a responsabilizarme, no aparecían nunca en el mismo sitio, y el esfuerzo preciso para hacerlas coincidir desde el piso de abajo con el punto culpable que las originaba requería una concentración que no me estaba permitido esquivar, pero que todo mi organismo rechazaba. Y lo peor era que la señora del séptimo se había dado cuenta, con la refinada malicia de un torturador, del dominio que ejercía sobre mis vacilantes humores a través de aquella investigación doméstica, y se gozaba en acorralarme con su interrogatorio.
—Debe ser el lavabo esta vez. ¿No tienen ustedes el lavabo en aquella esquina?
—Pues no sé, no me oriento.
Fiscalizada por los ojos azules y fríos de mi vecina, miraba al techo, como quien contempla un mapa desconocido sobre el que hay que tomar posiciones para decidir una batalla inútil.

Fecha:

30 de octubre a las 18:00 horas

Idioma:

Catalán

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Espacio donde se realiza:

pendiente

Esta actividad (gratuita) requiere inscripción previa:

Más información:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es