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Historia dels vertebrats

Historia dels vertebrats

Historia de los vertebrados

Inici » Club de Lectura

Este mes leemos:

La historia de los vertebrados 

Con la presancia de la autora Mar García Puig

Editoriales:

La història dels vertebrats ( La Magrana)

La historia de los vertebrados (Ramdom House) (*)

¿Por qué hemos escogido este libro?

  • Porque nos gusta ponernos y poneros retos y teníamos ganas de salir de las novelas que explican historias para ir, por una vez, por un camino menos transitado.

  • Porque una de las preguntas que nos haremos a lo largo de la lectura es si el libro es o no, una novela. Y podremos hablar de aquello tan de actualidad literaria como los límites del auto ficción.

  • Porque el libro aborda de una manera valiente temas que han estado tabú durante mucho de tiempo, como es la verdadera relación de la mujer con la maternidad y la salud mental.

  • Porque nos parece muy interesante como la autora, partiendo de una experiencia personal rastrea a través del tiempo y de la historia situaciones y momentos que, de una manera críptica y escondida, nos estaban explicando el que hoy, la autora aborda de una manera sorprendentemente abierta.

  • Porque contaremos con la presencia del Mar García Puig y podremos hacerle las preguntas que un libro tan diferente nos ha planteado.

  • Porque, en su condición de mujer ex-diputada, nos puede también explicar hasta qué punto el hecho de ser mujer, madre y política añade o no, dificultad a las tareas de cada una de estas condiciones vitales.

  • Porque el libro es un recorrido histórico y literario sobre la maternidad y la locura que nos pone sobre la pista de un montón de lecturas interesantes.

    (*) La versión castellana la podéis encontrar a la Ebiblio.

Una cata....

El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí. Cerca de la medianoche, en una sala blanca del hospital barcelonés de Vall d’Hebron, una cabeza asomaba fuera de mi cuerpo como un fuego en medio de una zarza. Mientras empujaba, me pareció ver en las molduras del techo un dragón que, cuando el bebé estalló en un sonoro llanto ya en brazos ajenos, huía por la ventana y con su cola arrastraba las estrellas de esa noche clara para dejarlas caer con un golpe seco sobre el suelo. Sin darme apenas cuenta, distraída pensando en quién iba a limpiar ese desastre de astros, tenía a mi hija contra mi pecho, gelatina y milagro. «Solo un segundo», me dijeron, y al arrebatármela apretaron fuerte mi barriga. Aún no estábamos. Seguí alumbrando ese fuego y vi entre mis piernas una segunda cabeza. Me sorprendió otro llanto que, fundiéndose con el primero, se filtró con el estruendo de mil cataratas por las grietas del paritorio. Desde lo alto, me dieron a mis hijos, uno a cada lado. Y quise contarles los dedos, los de arriba, los de abajo. Cuando llegué a los veinte, les besé el meñique de esos ínfimos pies de metal acrisolado.
Parpadeé y de repente ya no los tenía. Miré de lado a lado. ¿Habrían vuelto a la barriga? ¿Habrían sentido desagrado por el mundo que les había tocado? Pero bajo mis pechos todo era vacío. Un médico al que no había visto jamás se me acercó. Los mellizos iban rumbo a la incubadora, donde las máquinas terminarían la labor que mi vientre había dejado inconclusa. «Los dedos están todos», le avisé.
Cuando el cortejo de médicos desapareció, se me reveló una realidad en la que no había pensado: yo había dado a luz a un nuevo mundo, porque aquel en el que mis hijos no existían había desaparecido, y hoy empezaba todo. El parto había abierto la puerta que conecta el ser y el no ser, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, y yo ya no la podría cerrar nunca.
En 1942, la poeta Silvia Mistral escribió después de parir a su hija: «He vuelto de la muerte y no he rezado a Dios». Yo tampoco recé a Dios, pero de la muerte volví solo a medias.
Los griegos creían que nuestras vidas estaban en manos de tres hermanas, temidas y detestadas por igual, las Moiras, a cuya voluntad el mismísimo Zeus estaba sometido. Hijas de la Noche y de la Oscuridad infernal, estas tres ajadas damas explican, desde el eco de la historia, que nuestras vidas pendan de un hilo. La más joven, Cloto, teje el hilo de la vida; Lachesis hace girar el huso, donde añade al dorado hilo estambre blanco para los días felices y negro para los infelices, y, por último, Átropos, la más terrible, corta el ovillo con sus brillantes tijeras y decide el momento de la muerte. En el día de su boda, las novias griegas intentaban aplacarlas con mechones de sus fértiles cabelleras. Hoy en día las tres hermanas dan nombre a tres asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter. No las vemos, pero desde el negro universo siguen hilando.
Durante mi vida, la mayor parte del tiempo conseguí olvidarme de las Moiras. Imprudente, conservé todos mis mechones. Pero, en medio de la desmesura del parto, las tres viejas prorrumpieron a gritos en la sala sin que nadie excepto la nueva madre las viera.
Los hombres expresan asombro por el dolor que soportamos las mujeres al dar a luz. Pero poco o nada se habla de ese camino que emprendemos y en cuyo final vemos la tierra sin retorno en la que nosotras y a lo que hemos dado vida seremos polvo. Porque, al engendrar la próxima generación, las madres confirmamos nuestra propia mortalidad, pero sobre todo asumimos un riesgo de pérdida del que jamás podremos desprendernos. En el momento en que el doctor puso por primera vez a mis hijos contra mi pecho, cuando lo que no era se tornó hueso, carne y sangre, lo supe: un día las tijeras de Átropos cortarían el hilo y la separación de mis hijos sería inapelable. Y eso yo no era capaz de aceptarlo.

Fecha:

25 de abril de 2024
de 18:00 a 20:00 horas

Idioma:

Catalan

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Lugar:

Aules 6 – 7

Esta actividad (gratuïta) requiere inscripción prévia:

Inscríbete

Más información en el Centro:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es

A lo lejos

A lo lejos

A lo lejos

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Este mes leemos:

A lo lejos de Hernán Díaz

Con la presencia de la traductora al catalán Josefina Caball

Editoriales:

A l’horitzó ( Editorial Periscopi)
A lo lejos* ( Editorial Impedimenta)

¿Por qué hemos escogido este libro?

  • Porque Hernán Díaz es un autor emergente, ganador de un premio Pulitzer que creemos que merece la pena conocer.

  • Porque la novela nos hace sorprender y gustar por su manera de acercarse a un tema, la “conquista” del Oeste americano, que hemos conocido siempre desde una perspectiva fuerza alejada de la realidad, basada en películas bastante infieles al que los historiadores expliquen cómo la realidad.

  • Porque , siente cómo es una novela de iniciación, nos enfrenta a una realidad a la cual no estamos acostumbrados a enfrentarnos en este tipo de novelas: la más absoluta soledad.

  • Porque el protagonista, el Hákan Söderström, nos cautiva, no apelando a una sensibilidad más o menos fácil, sino a través de su obstinada manera de sobrevivir sin dejar nunca de banda su objetivo final: encontrar su hermano.

  • Porque es un western que nos hace repensar todos los westerns que hemos visto en nuestra vida….

  • Porque tendremos la suerte de que Josefina Caball, traductora al catalán de la obra, nos acompañará y nos abrirá los ojos a una de las facetas más importantes de la creación literaria. Cuántas obras no hubieron podido llegar a nosotros sin el trabajo de estas personas a menudo olvidadas!

(*) La versión castellana la podéis encontrar en Ebiblio.

Una cata....

El agujero, una estrella abierta a golpes en el hielo, era la única alteración visible en la blanca planicie fundida con el blanco cielo. Ni asomo de viento ni de vida ni de sonido.

Dos manos salieron del agua y tantearon los bordes del anguloso agujero. Los dedos, evaluadores, tardaron unos segundos en escalar las altas paredes de la abertura, que recordaban a los riscos de un cañón en miniatura, y alcanzar la superficie. Una vez sobre el borde, se clavaron en la nieve y tiraron hacia arriba. Apareció una cabeza. El nadador abrió los ojos y miró al frente, hacia la extensión sin horizonte. Tanto su largo cabello blanco como su barba estaban entreverados de mechones pajizos. Ninguno de sus gestos revelaba agitación alguna. Si le faltaba el aliento, el vapor de su respiración resultaba invisible sobre el fondo incoloro. Apoyó los codos y el pecho en la nieve aplastada, y volvió la cabeza.
Alrededor de una docena de hombres impacientes y barbudos, abrigados con pieles y lonas, lo miraban desde la cubierta de la goleta atrapada en el hielo, a unos escasos treinta metros de distancia. Uno de ellos gritó algo que llegó hasta él como un murmullo ininteligible. Risas. El nadador resopló para librarse de una gota que le colgaba de la punta de la nariz. Frente a la rica y detallada realidad de esa exhalación (y de la nieve que crujía bajo sus codos y del agua que chapoteaba contra el borde del agujero), los débiles sonidos provenientes del barco parecían filtrarse desde un sueño. Ignorando los gritos amortiguados de la tripulación y sujeto aún al borde, apartó la vista del barco y miró, de nuevo, el blanco vacío. Sus manos constituían las únicas señales de vida que alcanzaba a ver.
Salió del agujero, tomó la hachuela que había usado para romper el hielo y de pronto se detuvo, desnudo, entrecerrando los ojos ante el cielo brillante y carente de sol. Parecía un Cristo anciano y fuerte.
Tras enjugarse la frente con el dorso de la mano, se inclinó y tomó el rifle del suelo. Solo entonces pudieron apreciarse sus colosales dimensiones, pues no resultaba fácil estimar su tamaño en aquella vacía inmensidad. El rifle no parecía más grande que una carabina de juguete en su mano y, aunque lo sujetaba por el cañón, la culata no alcanzaba el suelo. Con el rifle como referencia, la hachuela apoyada en el hombro resultó ser un hacha. Aquel hombre desnudo era todo lo grande que se puede llegar a ser sin dejar de ser humano.
Observó las huellas que había dejado de camino a su baño helado y las siguió de regreso al barco.
Una semana antes, desoyendo el consejo de la mayoría de su tripulación y de algunos pasajeros francos, el joven e inexperto capitán del Impeccable había puesto proa al estrecho, donde los témpanos de hielo, cementados por una tormenta de nieve a la que siguió una severa racha de frío, terminaron por aprisionar el barco. Dado que estaban a principios de abril y la tormenta solo había interrumpido fugazmente el deshielo iniciado unas semanas atrás, las consecuencias no fueron más allá de un racionamiento estricto de las provisiones, una tripulación aburrida y molesta, unos pocos mineros contrariados, un funcionario muy preocupado de la Compañía de Refrigeración de San Francisco y la destrucción de la reputación del capitán Whistler. La primavera liberaría el barco, pero también comprometería su misión: la goleta debía cargar salmón y pieles en Alaska, y, a continuación, al haber sido fletada por la Compañía de Refrigeración, debía hacerse con un buen cargamento de hielo para San Francisco, las islas Sándwich y puede que incluso China y Japón. Al margen de la tripulación, la mayoría de los hombres a bordo eran mineros que habían pagado el pasaje con su trabajo; arrancaban a fuerza de explosivos y mazas los grandes bloques de los glaciares, que acto seguido eran transportados al barco y almacenados en la bodega sobre un lecho de heno, bajo una pobre cobertura de pellejos y lonas. Navegar de regreso al sur, surcando aguas cada vez más cálidas, mermaría el cargamento. Alguien había mencionado lo curioso de que un barco de hielo quedara atrapado precisamente en el hielo. Nadie se rio, y el comentario no volvió a repetirse.
El nadador desnudo habría sido incluso más alto si no fuera tan estevado. Pisando nada más que con la parte exterior de las plantas de los pies, como si caminara sobre piedras afiladas, inclinado hacia delante y meciendo los hombros para conservar el equilibrio, se acercó despacio al barco, con el rifle cruzado a la espalda y el hacha en la mano izquierda, y, con tres ágiles movimientos, trepó por el casco, alcanzó la borda y saltó a cubierta.
Los hombres, ahora callados, fingieron apartar la vista, pero no podían evitar mirarlo de reojo. Aunque su manta seguía donde la había dejado, tan solo a unos pasos de él, el nadador se quedó donde estaba, mirando más allá de la borda, por encima de las cabezas de los demás, como si se encontrara solo y el agua de su cuerpo no se estuviera helando lentamente. Era el único hombre de pelo blanco en el barco. Su constitución, castigada y no obstante musculosa, exhibía una delgadez extrañamente robusta. Por fin, se tapó con su manta de retales, que le cubrió la cabeza de un modo monacal, para después encaminarse a la escotilla y desaparecer bajo cubierta.
—¿Y decís que ese pato mojado es el Halcón? —preguntó uno de los mineros, y a continuación escupió sobre la borda y se rio.
Así como la primera carcajada, cuando el alto nadador estaba todavía lejos, en el hielo, había sido un rugido colectivo, esta no fue más que un manso murmullo. Solo unos pocos soltaron unas risitas tímidas, mientras que la mayoría simuló no haber oído el comentario del minero ni haberlo visto escupir.
—Vamos, Munro —suplicó uno de sus compañeros, tirándole suavemente del brazo.
—Pero si hasta camina como un pato —insistió Munro, librándose de la mano de su amigo—. ¡Cuac, cuac, patito! ¡Cuac, cuac, patito! —entonó al tiempo que anadeaba imitando los peculiares andares del nadador.

*********​

El forat, una estrella esquerdada al gel, era l’única interrupció en aquella plana blanca que es fonia en el cel blanc. Gens de vent, gens de vida, cap soroll.
Un parell de mans van sortir de l’aigua i van buscar a les palpentes les vores del forat angulós. Els dits van trigar una estona a enfilar-se per les parets internes de l’obertura, gruixudes com els cingles d’un canyó en miniatura, i a arribar a la superfície. Així que van ser dalt de tot, es van enfonsar en la neu i s’hi van aferrar. Un cap va emergir. El banyista va obrir els ulls i va mirar la immensitat uniforme i infinita que s’estenia davant seu. Entre la barba i els cabells llargs i blancs se li veien blens del color de la palla. No semblava que res l’inquietés. Si li costava respirar, el vapor de l’alè es feia invisible sobre aquell fons incolor. L’home va repenjar els colzes i el pit damunt la neu poc fonda i va girar el cap.
Uns dotze homes barbuts de pell encetada i abrigats amb pellisses i impermeables l’observaven des de la coberta d’una goleta encallada al gel, a uns quants metres d’on era ell. Un dels homes va cridar alguna cosa que li va arribar com un murmuri confús. Rialles. El banyista va bufar i va fer caure una gota que tenia a la punta del nas. Comparats amb el so real i precís d’aquella exhalació (i del cruixit de la neu sota els colzes i de l’aigua que llepava la vora del forat), feia l’efecte que els sorolls apagats provinents del vaixell eren el degoteig d’un somni. Sense fer cas dels crits esmorteïts de la tripulació i aferrant-se encara al caire del forat, l’home es va girar d’esquena al vaixell i va contemplar altre cop aquell buit immens i blanc. L’única cosa viva que s’hi veia eren les seves mans.
Finalment va sortir del forat, va agafar el destraló que havia fet servir per trencar el gel i es va aturar, despullat, i va mirar amb els ulls mig aclucats el cel brillant i sense sol. Semblava un Crist vell i fornit.
A continuació, es va eixugar el front amb el dors de la mà i es va inclinar per agafar el rifle. Va ser aleshores que les seves proporcions colossals, fins llavors amagades per la immensitat blanca, es van fer evidents. El rifle, a la seva mà, semblava de joguina, i tot i que l’agafava per la boca, la culata no tocava a terra. Al costat del rifle, es va fer evident que el destraló que duia sobre l’espatlla era una destral. El banyista era tan alt i fort com es podia arribar a ser sense deixar de ser humà.
L’home nu va mirar fixament les petjades que havia deixat per anar a banyar-se al gel i les va seguir per tornar al vaixell.
Una setmana abans, prescindint del consell de la major part de la tripulació i d’uns quants passatgers que no tenien pèls a la llengua, el jove i inexpert capità de l’Impeccable havia dirigit l’embarcació cap a un estret en què s’havien acumulat plaques de gel després d’una tempesta de neu i d’una severa onada de fred, i s’hi havien quedat encallats. Com que eren a començament d’abril i la tempesta només havia interromput el desglaç que s’havia iniciat unes quantes setmanes abans, les pitjors conseqüències d’aquella situació van ser un racionament estricte de les provisions, una tripulació avorrida i enutjada, uns quants buscadors d’or malhumorats, un representant de la San Francisco Cooling Company profundament preocupat i la reputació del capità Whistler feta miques. Si bé la primavera alliberaria el vaixell, també en posaria en perill la missió: la goleta havia de recollir salmó i pells d’Alaska i després, noliejat per la Cooling Company, havia de portar gel a San Francisco, a les illes Sandwich i potser fins i tot a la Xina i al Japó. A banda de la tripulació, la majoria dels homes que anaven a bord eren buscadors d’or que s’havien pagat el passatge amb el seu esforç, arrencant, amb dinamita i a cops de martell, blocs enormes de gel de les glaceres, que després duien amb carros fins al vaixell i guardaven a la bodega coberta de palla i mal aïllada amb pells i encerats. Quan posessin el rumb cap al sud per aigües més càlides, el volum de la càrrega aniria disminuint. Algú havia assenyalat la ironia del fet que un vaixell de gel quedés encallat al gel. Ningú no havia rigut i ningú no en va parlar més.
El banyista nu encara hauria estat més alt si no hagués tingut les cames tan arquejades. Recolzant-se només per les vores externes de les plantes dels peus, com si caminés sobre rocs cantelluts, inclinant el cos cap endavant i fent oscil· lar les espatlles per mantenir l’equilibri, va avançar lentament cap al vaixell, amb el rifle a l’esquena penjat en bandolera i la destral a la mà esquerra, i amb tres moviments àgils va acostar-se al buc, va aferrar-se a la barana i va pujar a bord.
Els homes, ara en silenci, van fer veure que miraven cap a una altra banda, però no es podien estar d’observar-lo de reüll. Tot i que la seva manta era al lloc on l’havia deixada, unes quantes passes més enllà, el banyista es va quedar on era, mirant més enllà de l’orla, per sobre de tots els caps, com si estigués sol i tant se li’n donés que l’aigua del cos moll s’anés glaçant a poc a poc. Era l’únic home del vaixell que tenia els cabells blancs. Sec però musculós, el cos se li veia demacrat però alhora robust. Finalment, es va embolicar amb la manta feta a mà cobrint-se el cap com si fos un monjo, es va dirigir a l’escotilla i va desaparèixer sota la coberta.
—I dieu que aquest és el Hawk? Doncs no fa honor al nom; més que un falcó sembla més aviat un ànec moll! —va dir un dels buscadors d’or, i tot seguit va escopir per la borda i es va posar a riure.
Si abans, quan el banyista gegant encara era allà fora al gel, tots havien esclatat a riure, ara, aquella burla només va suscitar una resposta feble. Pocs van ser els homes que van deixar anar unes rialletes tímides, mentre que la majoria van fer veure que no havien sentit el comentari del buscador d’or i que no l’havien vist escopir

Fecha:

18 de enero de 2024
de 18:00 a 20:00 horas

Idioma:

Catalán

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Espacio donde se realiza:

Aulas 6 – 7

Esta actividad (gratuita) requirtr inscripción previa:

Inscríbete

Más información en el Centro:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es

Los enamoramientos

Los enamoramientos

Los enamoramientos

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Este mes leemos:

Los enamoramientos de Javier Marías

Editorial:

Alfaguara (*)

¿Por qué hemos elegido este libro?

– Porque cada año intentamos acercarnos a una obra clásica en el sentido más amplio del término: aquellos libros que perdurarán en el tiempo y continuarán diciéndonos cosas aunque pase el tiempo. Esta novela, estamos convencidos, es uno de ellos.
-Porque Javier Marías es un importante autor europeo, posiblemente de los más considerados de finales de siglo y nunca nos habíamos acercado a su obra, teniéndola tan próxima.
-Porque la novela, como todas las del autor, aborda de una manera muy sutil muchos de los temas fundamentales por el hombre: el amor, la muerte, el destino, la culpa…
-Porque, sorprendentemente, es l´única obra de Marías la protagonista de la cual es una mujer y en una obra tan extensa sorprende y causa curiosidad. Se ha salido? No? hablamos?
-Porque, como es habitual en el autor, los personajes son a la vez próximos y extraños, nos sentimos capaces de entenderlos y, al mismo tiempo, tenemos una sensación de lejanía que nos lo hace inexplicables. Y esto resulta atractivo por un lector.
-Porque el autor es un artesano de la lengua y cada frase está escrita con precisión y rigor en la forma y en el fondo.
-Porque del Marías se ha hablado mucho de cómo se capaz de iniciar todas las novelas de una manera que obliga al lector a continuar, y esta no es una excepción. Solo hace falta que nos acercamos a las primeras líneas que transcribimos aquí mismo. Quién puede dejar de leer un libro que empieza así?
(*) Lo podéis encontrar también al EBiblio

Un tastet....

I
La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principio sabemos —desde que se nos mueren— que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (‘¿Me he dejado ahí las llaves del coche?’, ‘¿A qué hora salían hoy los niños?’), para nada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbres y eso está reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va a venir más, ni a decir más, ni a dar un paso ya nunca —para acercarse ni para apartarse—, ni a mirarnos, ni a desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos. No sé cómo nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo ya ha pasado y nos ha alejado de ellos, que se quedaron quietos.
Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él —no se me malentienda— sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizá en una superstición, aunque tampoco: no es que yo creyera que me iba a ir mal el día si no compartía con ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era sólo que lo iniciaba con el ánimo más bajo o con menos optimismo sin la visión que me ofrecían a diario, y que era la del mundo en orden, o si se prefiere en armonía. Bueno, la de un fragmento diminuto del mundo que contemplábamos muy pocos, como pasa con todo fragmento o vida, hasta la más pública o expuesta. No me gustaba encerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido era hacerlos sentirse incómodos o molestarlos. Y habría sido imperdonable ahuyentarlos, además de ir en perjuicio mío. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de su paisaje por las mañanas —una parte inadvertida—, antes de que se separaran hasta la siguiente comida, probablemente, que tal vez ya era la cena, muchos días. Aquel último en que su mujer y yo lo vimos, no pudieron cenar juntos. Ni tan siquiera almorzaron. Ella lo esperó veinte minutos sentada a una mesa de restaurante, extrañada pero sin temer nada, hasta que sonó el teléfono y se le acabó su mundo, y nunca más volvió a esperarlo.

Fecha:

29 de febrero de 2024
de 18:00 a 20:00 horas

Idioma:

Catalán

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Espacio donde se realiza:

Aulas 6 – 7

Esta actividad (gratuita) requiere inscripción previa:

Inscríbete

Más información en el Centro:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es

El Secreto de Christine

El Secreto de Christine

El secreto de Christine 

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Este mes leemos:

El secret de Christine Falls / El Secreto de Christine de Benjamin Black

Editoriales: Brumera y Alfaguara

(Lo podéis encontrar en EBiblio)

¿Por qué hemos elegido este libro?

  • Porque su autor John Banville, que cuando escribe novela negra se disfraza de Benjamin Black, es uno de los autores más interesantes y prolíficos de la actualidad y acercarnos a sus novelas negras es una forma de descubrirlo

  • Porque nos gusta proponer cada año una novela negra de aquellas en las cuales adivinar “quién es el asesino” no es lo más importante. Nos interesan las novelas que intentan explicar un mundo, una sociedad concreta, un momento histórico determinado

  • Porque Benjamin Black se adentra en un momento y en un lugar poco explorado y muy interesante: la Irlanda de los años 50. Acaba de pasar la guerra, hay tensiones internas, la omnipresencia y omnipotencia de la iglesia católica la convierte en el Poder más importante del país y esto crea un estado de cosas interesante y terrible.

  • Porque el autor crea un personaje, el patólogo Quirke, que hace revivir los viejos detectives como Marlowe desde el punto de vista digamos estético, pero la historia del cual, que vayamos averiguando poco a poco, libro a libro, forma parte de una historia oscura y terrible que los irlandeses todavía miran de superar.

  • Porque este libro es lo primero de esta serie y estamos convencidos que los amantes de la novela negra, u oscura, o como le queráis decir, si no conocían Quirke, querrán seguir leyendo, para conocerlo mejor.

Una cata....

No eran los muertos los que a Quirke le parecían extraños. Eran más bien los vivos. Cuando entró en el depósito de cadáveres bien pasada la medianoche y vio allí a Malachy Griffin, tuvo un escalofrío profético, un temblor que presagiara las complicaciones inminentes. Mal se encontraba en el despacho de Quirke, sentado ante su mesa. Quirke se detuvo en la sala de cadáveres, donde no estaba encendida la luz, entre las siluetas envueltas en mortajas, tendidas sobre las camillas, y lo miró por la puerta abierta. Estaba sentado de espaldas a la puerta, inclinado hacia delante con aire de gran concentración, con sus gafas de montura metálica; la luz del flexo le iluminaba la mitad izquierda de la cara, formándosele un resplandor rosa intenso en el pabellón auricular. Tenía un expediente abierto sobre la mesa, y escribía algo con peculiar falta de naturalidad. A Quirke esto le habría resultado aún más extraño si no hubiera estado borracho. La escena prendió un recuerdo de sus tiempos de estudiantes, una imagen sobrecogedoramente nítida, en la que Mal, igual de concentrado, aparecía sentado ante una mesa entre otros cincuenta estudiantes aplicados, en una gran sala en silencio, redactando con gestos laboriosos un examen, con un rayo de sol que entraba sesgado, por encima de él, desde una alta ventana. Un cuarto de siglo más tarde aún tenía la misma cabeza de foca, el lustroso cabello negro, peinado escrupulosamente.

Al percibir una presencia a sus espaldas, Mal volvió la cara y escrutó la penumbra de la sala de cadáveres. Quirke aguardó un momento antes de seguir, con paso inseguro, titubeante, hacia la luz de la puerta.

Quirke —dijo Mal aliviado al reconocerlo, con un suspiro de exasperación—. Por Dios.

Mal vestía ropa de etiqueta, aunque se había desabotonado el cuello de la camisa blanca en un gesto nada característico de él, y se había desanudado la pajarita. Quirke, tentándose los bolsillos en busca de tabaco, lo contempló y reparó en el modo en que cubrió rápidamente el expediente para esconderlo con el antebrazo. Volvió a acordarse de cuando era estudiante.

¿Trabajas a estas horas? —dijo Quirke, y sonrió con malignidad. El alcohol le permitió suponer que había sido un detalle de ingenio.

¿Y tú qué estás haciendo aquí? —dijo Mal en voz demasiado alta, haciendo caso omiso de la pregunta. Se subió las gafas sobre el puente humedecido de la nariz con la yema del dedo corazón. Estaba nervioso.

Quirke señaló hacia el techo.

Hay una fiesta —dijo—. Arriba.

Mal adoptó su expresión de médico especialista y frunció el ceño con ademán imperioso.

¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

La de Brenda Ruttledge —dijo Quirke—. Una de las enfermeras. Su fiesta de despedida.

A Mal se le arrugó aún más el entrecejo.

¿Ruttledge?

Quirke de pronto se sintió invadido por el tedio. Preguntó a Mal si tenía un cigarrillo, pues no le pareció que a él le quedasen, pero Mal tampoco hizo caso de esta pregunta. Se puso en pie llevándose el expediente con gran agilidad, tratando de ocultarlo aún bajo el brazo. Aunque tuvo que forzar la vista, Quirke vio el nombre escrito en la cubierta con caligrafía grande: Christine Falls. La pluma de Mal estaba sobre la mesa, una Parker gruesa, negra, reluciente, con tajo de oro, sin duda, de veintidós quilates, e incluso alguno más si tal fuera posible. A Mal le gustaban los objetos caros, era una de sus contadas flaquezas.

Text en castellà

No eran los muertos los que a Quirke le parecían extraños. Eran más bien los vivos. Cuando entró en el depósito de cadáveres bien pasada la medianoche y vio allí a Malachy Griffin, tuvo un escalofrío profético, un temblor que presagiara las complicaciones inminentes. Mal se encontraba en el despacho de Quirke, sentado ante su mesa. Quirke se detuvo en la sala de cadáveres, donde no estaba encendida la luz, entre las siluetas envueltas en mortajas, tendidas sobre las camillas, y lo miró por la puerta abierta. Estaba sentado de espaldas a la puerta, inclinado hacia delante con aire de gran concentración, con sus gafas de montura metálica; la luz del flexo le iluminaba la mitad izquierda de la cara, formándosele un resplandor rosa intenso en el pabellón auricular. Tenía un expediente abierto sobre la mesa, y escribía algo con peculiar falta de naturalidad. A Quirke esto le habría resultado aún más extraño si no hubiera estado borracho. La escena prendió un recuerdo de sus tiempos de estudiantes, una imagen sobrecogedoramente nítida, en la que Mal, igual de concentrado, aparecía sentado ante una mesa entre otros cincuenta estudiantes aplicados, en una gran sala en silencio, redactando con gestos laboriosos un examen, con un rayo de sol que entraba sesgado, por encima de él, desde una alta ventana. Un cuarto de siglo más tarde aún tenía la misma cabeza de foca, el lustroso cabello negro, peinado escrupulosamente.

Al percibir una presencia a sus espaldas, Mal volvió la cara y escrutó la penumbra de la sala de cadáveres. Quirke aguardó un momento antes de seguir, con paso inseguro, titubeante, hacia la luz de la puerta.

Quirke —dijo Mal aliviado al reconocerlo, con un suspiro de exasperación—. Por Dios.

Mal vestía ropa de etiqueta, aunque se había desabotonado el cuello de la camisa blanca en un gesto nada característico de él, y se había desanudado la pajarita. Quirke, tentándose los bolsillos en busca de tabaco, lo contempló y reparó en el modo en que cubrió rápidamente el expediente para esconderlo con el antebrazo. Volvió a acordarse de cuando era estudiante.

¿Trabajas a estas horas? —dijo Quirke, y sonrió con malignidad. El alcohol le permitió suponer que había sido un detalle de ingenio.

¿Y tú qué estás haciendo aquí? —dijo Mal en voz demasiado alta, haciendo caso omiso de la pregunta. Se subió las gafas sobre el puente humedecido de la nariz con la yema del dedo corazón. Estaba nervioso.

Quirke señaló hacia el techo.

Hay una fiesta —dijo—. Arriba.

Mal adoptó su expresión de médico especialista y frunció el ceño con ademán imperioso.

¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

La de Brenda Ruttledge —dijo Quirke—. Una de las enfermeras. Su fiesta de despedida.

A Mal se le arrugó aún más el entrecejo.

¿Ruttledge?

Quirke de pronto se sintió invadido por el tedio. Preguntó a Mal si tenía un cigarrillo, pues no le pareció que a él le quedasen, pero Mal tampoco hizo caso de esta pregunta. Se puso en pie llevándose el expediente con gran agilidad, tratando de ocultarlo aún bajo el brazo. Aunque tuvo que forzar la vista, Quirke vio el nombre escrito en la cubierta con caligrafía grande: Christine Falls. La pluma de Mal estaba sobre la mesa, una Parker gruesa, negra, reluciente, con tajo de oro, sin duda, de veintidós quilates, e incluso alguno más si tal fuera posible. A Mal le gustaban los objetos caros, era una de sus contadas flaquezas.

Fecha:

30 de noviembre de 2023
de 18:00 a 20:00 horas

Idioma:

Catalan

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Espavio donde se realiza:

Aulas 6 – 7

Actividad gratuita.  Requiere inscripción prèvia:

Inscríbete

Más información en el Centro:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es

Loxandra

Loxandra

Loxandra

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Este mes leemos:

Loxandra de María Iordaniu

¿Por qué hemos elegido este libro?

  • Porque creemos que la María Iordanidu es una escritora que tendría que ser más conocida y, no obstante, solo ahora empiezan a llegarnos sus libros gracias a unas traducciones muy cuidadosas.
  • Porque la autora fue testigo, y así lo demuestran sus libros, de una época de la historia poco conocida y terriblemente importante por el devenir europeo.
  • Porque estamos seguros que nos enamoraremos del personaje de Loxandra, una mujer excepcional y que al mismo tiempo ejemplifica a muchas mujeres que vivieron una situación similar. La autora se basa en la vida de su abuela para explicarnos la Loxandra.
  • Porque creemos que esta novela de apariencia fácil, lleva más complejidad de la que parece en un primer momento y nos llevará a leer sus otras novelas.

 

Un tastet....

Dice Loxandra que vino al mundo en Constantinopla, en tiempos del sultán Abdül-Mecit, «que mala muerte tenga…».

—Shhh, cállate, Loxandra, nos perderás.

—¡Oh, que Dios conceda larga vida al sultán AbdülMecit, mal rayo lo parta!

—Shhh, calla de una vez. ¿Te has vuelto loca para gritar así?

Pero Loxandra no está gritando. ¿O sí? No, está hablando en voz baja. Pero la voz baja de Loxandra resuena como una campana de Santa Sofía. Sólo los muertos no la oyen. Una voz muy grande y sonora tiene la bendita y no la puede modular.

Todo en ella es grande. Una voz grande, un corazón grande, un estómago grande, un apetito grande. Pies grandes con arco y tobillos finos, una buena base para sostener su cuerpo grande sobre la tierra. Grandes manos patriarcales, ortodoxas. Manos para ser besadas. Dedos largos y torneados, hechos para bendecir y emanar la fragancia del mahalebi y del incienso. Manos hechas para dar. «Servíos, comed», invitan sus manos abiertas sobre la mesa. «Que comas, te estoy diciendo. ¡Eso que te serviste no es nada!».

Pero sobre todo, las manos de Loxandra están hechas para cargar a los recién nacidos. Su palma parece un trono cuando abraza las nalguitas del bebé, lo levanta en alto y le canta…

Tajtiri, tajtir,

tajtiririrí, tajtiririrí,

¿adónde vas así?

Por un puñadito de ajonjolí.

¿Cuántos niños se habrán criado entre esas manos? Primero sus dos hermanos pequeños, al morir su madre. Luego el huérfano de la tía Katina. Luego sus cuatro hijastros y, por último, sus dos hijos.

Dimitrós era viudo cuando Loxandra se casó con él. Era un viudo con cuatro hijos: Epaminondas, Theódoros, Yorgos y Agathó, que todavía usaba pañales.

«Mamá» la llamó Agathó en cuanto comenzó a hablar. «Mamá» la llamó de inmediato Yorgos, que entonces debía haber tenido unos dos años. El mayor, Epaminondas, que tenía catorce, la llamó «tata», sólo Theódoros la mortificó mucho al principio. Cuando su padre estaba presente no la llamaba de ninguna manera, pero cuando no andaba por allí, se dirigía a ella con desprecio llamándola «doña Loxandra».

—Estás mejor en tu cocina, doña Loxandra.

—Si quisiera estar en la cocina, ¿te pediría permiso?

—Y momentos después, acariciándole la cabeza—: A ver, mi hijito, a ver, mi pachá. Tómate estos polvitos, tómate tu quinina para que te cures.

—Lárgate de mi cuarto. Tu lugar está en la cocina.

¿Ah, sí? Aquel día Loxandra pescó a Theódoros por la nariz, se la apretó con toda su alma y en cuanto el niño abrió la boca para respirar, le vació la quinina en la lengua. Acto seguido abandonó la habitación. Lo dejó encerrado dentro, para bien o para mal, y comenzó a bajar pesadamente la escalera gritando:

—¡Estás hecho todo un bashi-bozuk aquí dentro! ¿Eh? ¡Espérate y verás lo que voy a hacer contigo!

Pero en cuanto entró en la cocina encendió una hornilla para prepararle al muchacho el halvás que tanto le gustaba. Ése fue su primer enfrentamiento con Theódoros. Luego vino otro, y luego otro más, hasta que un buen día llegaron a las manos. Por aquel entonces Theódoros era un chico robusto de unos doce años y Loxandra se las vio negras, porque en medio de la pelea la pobre intentaba no hacerle daño, mientras el otro la golpeaba en el estómago y en el pecho.

—Óyeme tú…

—Y al cabo de un ratito, más alto—: ¡Óyeme!…

—Se enfureció Loxandra. Se le montó encima y le clavó los hombros contra el suelo—. Quieto… ¡Quieto te digo! Condenado muchachito. ¡Diablo sinvergüenza! Te voy a matar. ¡Ah! A Loxandra ese «¡Ah!» le salía stacatto. Lo lanzaba de la laringe a la cara del interlocutor como un garbanzo tostado, y uno sentía el golpetazo en la frente. Aquello quería decir «Se me ha acabado la paciencia».

Después del incidente, Theódoros esperaba un castigo de su padre y se sorprendió mucho al darse cuenta de que Loxandra no le dijo nada a Dimitrós. Tiempo después volvió a sorprenderse cuando Loxandra, por su cumpleaños, le cosió un bonito traje. Y más tarde se sorprendió de nuevo cuando Loxandra vendió un terrenito que tenía en Prínkipo1 para que Theódoros pudiera inscribirse como interno en Galatasaray y estudiar, ya que así lo deseaba su padre.

Cuando al terminar el primer cuatrimestre Theódoros volvió a casa a pasar las vacaciones de Navidad, Loxandra se precipitó a su encuentro y con las manos llenas de harina le dio la bienvenida en mitad de la calle. Eran tales sus gritos de alegría que los vecinos, asustados, se asomaron por las ventanas para ver qué estaba pasando. Theódoros se lanzó a sus brazos y le dijo «tata». A partir de entonces empezó a llamarla «tata». Y nunca más volvió a mortificarla ni a contrariarla

Fecha:

26 de octubre de 2023
de 18:00 a 20:00 horas

Idioma:

Catalán

Lugar:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 – Barcelona

Coordina la actividad:

Glòria López Forcén

Espacio donde se realiza:

Aulas 6 – 7

Esta actividad (gratuita) requiere inscripción previa:

Inscríbete

Más información en el Centro:

UNED Barcelona
Av. Rio de Janeiro, 56-58
08016 Barcelona
93 396 80 59
activitats@barcelona.uned.es