No eran los muertos los que a Quirke le parecían extraños. Eran más bien los vivos. Cuando entró en el depósito de cadáveres bien pasada la medianoche y vio allí a Malachy Griffin, tuvo un escalofrío profético, un temblor que presagiara las complicaciones inminentes. Mal se encontraba en el despacho de Quirke, sentado ante su mesa. Quirke se detuvo en la sala de cadáveres, donde no estaba encendida la luz, entre las siluetas envueltas en mortajas, tendidas sobre las camillas, y lo miró por la puerta abierta. Estaba sentado de espaldas a la puerta, inclinado hacia delante con aire de gran concentración, con sus gafas de montura metálica; la luz del flexo le iluminaba la mitad izquierda de la cara, formándosele un resplandor rosa intenso en el pabellón auricular. Tenía un expediente abierto sobre la mesa, y escribía algo con peculiar falta de naturalidad. A Quirke esto le habría resultado aún más extraño si no hubiera estado borracho. La escena prendió un recuerdo de sus tiempos de estudiantes, una imagen sobrecogedoramente nítida, en la que Mal, igual de concentrado, aparecía sentado ante una mesa entre otros cincuenta estudiantes aplicados, en una gran sala en silencio, redactando con gestos laboriosos un examen, con un rayo de sol que entraba sesgado, por encima de él, desde una alta ventana. Un cuarto de siglo más tarde aún tenía la misma cabeza de foca, el lustroso cabello negro, peinado escrupulosamente.
Al percibir una presencia a sus espaldas, Mal volvió la cara y escrutó la penumbra de la sala de cadáveres. Quirke aguardó un momento antes de seguir, con paso inseguro, titubeante, hacia la luz de la puerta.
—Quirke —dijo Mal aliviado al reconocerlo, con un suspiro de exasperación—. Por Dios.
Mal vestía ropa de etiqueta, aunque se había desabotonado el cuello de la camisa blanca en un gesto nada característico de él, y se había desanudado la pajarita. Quirke, tentándose los bolsillos en busca de tabaco, lo contempló y reparó en el modo en que cubrió rápidamente el expediente para esconderlo con el antebrazo. Volvió a acordarse de cuando era estudiante.
—¿Trabajas a estas horas? —dijo Quirke, y sonrió con malignidad. El alcohol le permitió suponer que había sido un detalle de ingenio.
—¿Y tú qué estás haciendo aquí? —dijo Mal en voz demasiado alta, haciendo caso omiso de la pregunta. Se subió las gafas sobre el puente humedecido de la nariz con la yema del dedo corazón. Estaba nervioso.
Quirke señaló hacia el techo.
—Hay una fiesta —dijo—. Arriba.
Mal adoptó su expresión de médico especialista y frunció el ceño con ademán imperioso.
—¿Fiesta? ¿Qué fiesta?
—La de Brenda Ruttledge —dijo Quirke—. Una de las enfermeras. Su fiesta de despedida.
A Mal se le arrugó aún más el entrecejo.
—¿Ruttledge?
Quirke de pronto se sintió invadido por el tedio. Preguntó a Mal si tenía un cigarrillo, pues no le pareció que a él le quedasen, pero Mal tampoco hizo caso de esta pregunta. Se puso en pie llevándose el expediente con gran agilidad, tratando de ocultarlo aún bajo el brazo. Aunque tuvo que forzar la vista, Quirke vio el nombre escrito en la cubierta con caligrafía grande: Christine Falls. La pluma de Mal estaba sobre la mesa, una Parker gruesa, negra, reluciente, con tajo de oro, sin duda, de veintidós quilates, e incluso alguno más si tal fuera posible. A Mal le gustaban los objetos caros, era una de sus contadas flaquezas.
Text en castellà
No eran los muertos los que a Quirke le parecían extraños. Eran más bien los vivos. Cuando entró en el depósito de cadáveres bien pasada la medianoche y vio allí a Malachy Griffin, tuvo un escalofrío profético, un temblor que presagiara las complicaciones inminentes. Mal se encontraba en el despacho de Quirke, sentado ante su mesa. Quirke se detuvo en la sala de cadáveres, donde no estaba encendida la luz, entre las siluetas envueltas en mortajas, tendidas sobre las camillas, y lo miró por la puerta abierta. Estaba sentado de espaldas a la puerta, inclinado hacia delante con aire de gran concentración, con sus gafas de montura metálica; la luz del flexo le iluminaba la mitad izquierda de la cara, formándosele un resplandor rosa intenso en el pabellón auricular. Tenía un expediente abierto sobre la mesa, y escribía algo con peculiar falta de naturalidad. A Quirke esto le habría resultado aún más extraño si no hubiera estado borracho. La escena prendió un recuerdo de sus tiempos de estudiantes, una imagen sobrecogedoramente nítida, en la que Mal, igual de concentrado, aparecía sentado ante una mesa entre otros cincuenta estudiantes aplicados, en una gran sala en silencio, redactando con gestos laboriosos un examen, con un rayo de sol que entraba sesgado, por encima de él, desde una alta ventana. Un cuarto de siglo más tarde aún tenía la misma cabeza de foca, el lustroso cabello negro, peinado escrupulosamente.
Al percibir una presencia a sus espaldas, Mal volvió la cara y escrutó la penumbra de la sala de cadáveres. Quirke aguardó un momento antes de seguir, con paso inseguro, titubeante, hacia la luz de la puerta.
—Quirke —dijo Mal aliviado al reconocerlo, con un suspiro de exasperación—. Por Dios.
Mal vestía ropa de etiqueta, aunque se había desabotonado el cuello de la camisa blanca en un gesto nada característico de él, y se había desanudado la pajarita. Quirke, tentándose los bolsillos en busca de tabaco, lo contempló y reparó en el modo en que cubrió rápidamente el expediente para esconderlo con el antebrazo. Volvió a acordarse de cuando era estudiante.
—¿Trabajas a estas horas? —dijo Quirke, y sonrió con malignidad. El alcohol le permitió suponer que había sido un detalle de ingenio.
—¿Y tú qué estás haciendo aquí? —dijo Mal en voz demasiado alta, haciendo caso omiso de la pregunta. Se subió las gafas sobre el puente humedecido de la nariz con la yema del dedo corazón. Estaba nervioso.
Quirke señaló hacia el techo.
—Hay una fiesta —dijo—. Arriba.
Mal adoptó su expresión de médico especialista y frunció el ceño con ademán imperioso.
—¿Fiesta? ¿Qué fiesta?
—La de Brenda Ruttledge —dijo Quirke—. Una de las enfermeras. Su fiesta de despedida.
A Mal se le arrugó aún más el entrecejo.
—¿Ruttledge?
Quirke de pronto se sintió invadido por el tedio. Preguntó a Mal si tenía un cigarrillo, pues no le pareció que a él le quedasen, pero Mal tampoco hizo caso de esta pregunta. Se puso en pie llevándose el expediente con gran agilidad, tratando de ocultarlo aún bajo el brazo. Aunque tuvo que forzar la vista, Quirke vio el nombre escrito en la cubierta con caligrafía grande: Christine Falls. La pluma de Mal estaba sobre la mesa, una Parker gruesa, negra, reluciente, con tajo de oro, sin duda, de veintidós quilates, e incluso alguno más si tal fuera posible. A Mal le gustaban los objetos caros, era una de sus contadas flaquezas.